La idea de sí mismo que tiene
el ser humano es la de un ser esencial, libre, completo, autoevidente, que por
el hecho de estar ahí convierte en instrumental todo lo que tienen a su
alrededor: desde su propio cuerpo hasta el Sistema Solar, desde la estructura de
la materia hasta cualquier otro ser vivo...
Sin embargo, el conocimiento
acumulado por ese mismo ser humano ofrece datos que hablan de otra realidad: la
autoconciencia como instrumento de la corporación celular, el mundo humano como
engaño perceptivo, dimensión patológica de una subjetividad precaria,
trivialidad de la aparente intencionalidad de las formas complejas,
contingencia radical de la naturaleza humana, participación parcial e irrisoria
en el cosmos, la realidad como desconcertante modalidad de la nada...
La causa de esa disonancia
cognitiva es tanto cultural (se crece en un mundo que, de una manera tácita o
expresa, trasmite una idea clara y tranquilizadora de lo que es el ser humano)
como biológica (la ceguera y credulidad humana como probable adaptación para paliar
las consecuencias de la exigencia de fundamentación, de imposible cumplimiento,
derivada de la pérdida evolutiva de la base genética de la conducta, substituida
por la cultura).
La diferencia entre tener una u
otra visión de sí mismo es evidente (no es lo mismo ser un dios menor que un residuo
accidental de una realidad indiferente), pero sus consecuencias prácticas
dependen del grado de conciencia de la situación.
En el improbable caso de
alcanzar la comprensión de la propia naturaleza, la situación no es mucho mejor
que la que se tiene ignorándola, puesto que no se evita el malestar, sino que
se modifica su contenido: se pasa de vivir de acuerdo con una naturaleza alienada
(que puede no ser tan mala cosa si no se sospecha) a vivir el extrañamiento de
sí mismo y del propio mundo (que muy raramente es sentido como una experiencia
positiva).
En las pautas vitales que
parecen haber aplicado en su propia vida los que, aparentemente, han alcanzado cierta
conciencia de la situación existencial del ser humano, se entrevé una mezcla de
contemplación de la inanidad (la
nada al fondo de todo), vivencia activa del extrañamiento (saber que no se es lo que se siente ser), evasión
lúcida y contemporización con el entorno, asumiendo la inevitable recaída recurrente
en la alienación (por la precariedad de la conciencia y la inercia del mundo
externo) y la frustrante tentación de una ataraxia imposible (no hay nada que
se pueda hacer pero no se puede dejar de hacer algo).